Por vos y por mi

Un castillo de cristal, en la cercana lejanía; el prado verde extendido a sus pies. Nada alrededor. Ni una nube en el cielo. La luna tal como el mejor sueño nocturno. El sol latiendo su tibieza de terciopelo. Las estrellas expandidas en rayos celestes y rosados estallando contra él en laceres de mil colores. Ya, la brisa otoñal atravesando los muchos ventanales y las altísimas puertas. Un trinar de aves del paraíso. Un aroma silvestre.

Imponente ensoñación.

Construido con un sinfín de pequeños diamantes tallados con cincel de vida. Cara por cara, miles de ellas, reflejos de amaneceres y lágrimas. Facetas de luces y sombras.

Allí, al alcance del mismísimo tiempo, la fortaleza, en la cual el descanso sería la última realidad, la última fantasía, el último desafío.

Sólo unas pocas lajas del sendero y luego el frescor del prado bajo los pies. Unos pasos, unos pocos pasos comparados con el largo camino trazado y atravesado; pequeñas lajas lilas con tiempos serenos y trascendentales, varias lajas rojas de placeres y pasiones, algunas azules y verdes de pacificación y esperanza y muchas negras desniveladas que hacían del sendero un verdadero desequilibrio y trastavilleo, casi hasta la caída, la pérdida de fe y la desesperanza. Surcadas todas con osadía; triunfos con marcas de alegría, triunfos con alegría pero con marcas de llanto. Todos, desafíos cotidianos. Todas, inagotables pruebas. Todo asombro por lo pasado y logrado. Algunas lajas salteadas por temores, por inseguridades, por desconcierto, por ceguera de albas y auroras, de noches sin luna.

Allí estaba el castillo de cristal, solo verlo aletargaba el padecer de los últimos pasos; distraía los sentidos del camino; obnubilaba los pensamientos, enceguecía la vulnerabilidad del prado. Y el paso fue dado.

Un viento huracanado sopló entre complaciente y arrepentido; el verdor se transformó en un estertor amarillento; las luces del cielo fueron cegadas por nubarrones negros y un grito sordo disfrazado de rayos se elevó desde el corazón de la tierra abrazándola de pánico.

El castillo se convirtió en escombros de pequeñas diademas. Al tiempo de verlo destruirse la boca incandescente de un volcán furioso, jadeante de odio, espumoso hedor y estrepitoso poder se abrió, allí, donde mis pies descansaban inconscientes.

Sin lajas, ni cristal, ni prado. Solo escombros. Caer... y querer caer.

Una luz tenue, inalcanzable y entristecida luchó por dejarse ver entre el sulfuroso humo. Una constelación de hebras se ajustó a mi cintura. A veces una, a veces la otra; algunas solo alcanzando la punta de mis dedos, otras más débiles desenrollándose ante el doloroso calor; unas buscando como llegar, otras atravesando los muros; unas ignorándose a sí, otras conociendo su propio fuego; unas vociferantes, otras anónimas; algunas asfixiantes otras dóciles y silenciosas. Juntas eran una red de fuerza desconocida hasta para cada hebras que la integraba.

Tan solo podían sostenerme.

Ahora había que trepar.

¿Cómo? Sabiendo que la red estará siempre que tú quieras salir.

¿Por qué? Porque vale la pena ser hebra.

¿Para qué? Para volver a tallar diamantes de mil caras que solo formen el camino al tiempo de poner los pies en él.

¿Por quién? Por la red de la cual tú eres parte.

POR VOS Y POR MÍ.

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